Que desengaño cada vez que la palabra se deprecia frente a nosotros, recordaremos tantas veces que desde muy pequeños percibíamos y aprendíamos sobre la base de la contradicción, nos sorprendía en lo más profundo el concepto de lo justo aprendido desde su antónimo, lo injusto, “lo que me prometiste y no cumpliste”. De allí esta «sentencia-garantía» que busca entre otras cosas comprometer a quien lanza promesas cargándolo de una responsabilidad futura en caso de que no se esmere en trabajar por el cumplimiento de lo prometido.
Prometer es un acto difícil, ¿cómo puedo prometer cualquier cosa cuando no sé qué cosas trae el segundo siguiente?, ¿cómo puedo prometer si yo mismo soy tan vulnerable?, ¿qué busco cuando prometo?, ¿en qué plano tengo a quien le hago una promesa?; un sin número de inquietudes y discusiones pueden surgir de la promesa cumplida o incumplida, un ejercicio en sí mismo poco prometedor; lo es porque las promesas son solo lenguaje.
“Lo prometido es deuda”. Seamos claros, si bien, en atención a la verdad la palabra es la palabra, si es que acaso prometimos por respeto a nosotros mismos cumplimos, mejor aún, nos cumplimos; y si el otro distinto a mi acepta una promesa no debe ser embaucado en su generosidad sea cual sea la transacción u objeto de dicha promesa, no debe ser traicionado en su buena fe. Mejor comprometerse que prometer, mejor actuar que hablar, de manera tal que nuestras promesas sean tácitas y se deduzcan de los hechos donde el otro solo se beneficia y no hay más garantía que la acción y la trasparencia.
Jairo Andrés García – Psicólogo